Mi amigo Carlitos gustaba de alternar, y solía interrumpir sus vistas diarias de trabajo como representante de productos farmacéuticos, a médicos y hospitales, con copichelas en pubs elegantes de Madrid, donde amén de refrescarse, se limpiaba los zapatos, pues era notoria su elegancia y pulcritud, se podía decir que a pesar de ser una armario de tres cuerpos, consecuencia de ser asturiano y expelotari, era un dandy. Conocía por tanto y trataba con camareros, porteros, y cerilleros de estos locales, que le distinguían por su trato educado y sus buenas propinas. Don Carlos por aquí, don Carlos por allá. No había sitio elegante en Madrid, donde no lo conocieran. Frecuentaba un pub cercano a la calle Ortega y Gasset donde un día entabló conversación con una chavala, nada transcendente el asunto, pero si lo suficiente como para que el portero, guardacoches a la sazón, le dijese percatándose del posible "afaire", que cuando tuviese necesidad de un piso cercano, se acercase al hotel de la esquina, y pidiese la llave de la habitación del juez. Carlitos no echó en saco roto la sugerencia, pero pasaba el tiempo y no surgía la oportunidad de verificar esa historia tan enigmática, porqué, de que juez se trataba, y en que consistía el protocolo, quién pagaba la habitación, etc.. De pronto una buena tarde, una morenita que tomaba un gintonic le abrió su boca con una sonrisa, y un montón de palabras amables, en replica que duda cabe a los requiebros y lisonjas de Carlitos, todo dentro de la más exquisita cortesía, como en él era habitual. Se acordó de la proximidad del hotel y tras un rápido bisbiseo con el portero, supo que había vía libre de acceso. Lleno de preguntas su cerebro y temblándole las piernas, dicho por él, cruzó con su acompañante la transversal para integrarse en Ortega y Gasset antes Lista. Entraron al hotel andando como si fueran clientes, Carlitos disimulaba sus dudas y temores perfectamente y la morenita, dado que todo lo ignoraba, se mostraba con toda su naturalidad. Se acercaron al mostrador y con su vozarrón pidió educadamente :
Por favor, la habitación del juez. El recepcionista ni pestañeo, extendió el brazo y recogió una llave que depositó justo delante de Carlitos, sin hablar, ni levantar la cabeza de la pantalla de ordenador, en la que concentraba su mirada absorto. Cogió la llave y miró el número, 214, comprendió rápidamente, segundo piso habitación número 14. Subieron al ascensor, iban solos. Llegaron a la planta segunda y no tuvieron que recorrer mucho pasillo, podíamos decir que nada, apenas cinco metros, abrió la puerta él con sigilo y con miedo de que dentro hubiese alguien. Ante sus ojos se abría un recibidor con una mesa en el centro redonda tipo velador con una bandeja de canapés ahumados, y una champanera con una botella de vino blanco con abundante hielo alrededor, a un lado un sofá de dos plazas tapizado en rojo y una silla, tapizado el asiento en idéntico tejido y color, al otro lado la entrada a la alcoba, y al frente una ventana o balcón que presumiblemente daba a Ortega y Gasset. Sus recuerdos empiezan a partir de ese momento a enturbiarse, pues el miedo se torna en terror, le agobian las preguntas que él mismo se hace, y descubre que en esas condiciones es difícil encarrilar una relación sentimental, para colmo la morenita, que si no me gusta el salmón, que si, que es esto, en fin mal asunto. Abrió la botella y se sirvieron dos copas, probó dos canapés que le supieron exquisitos, de salmón y trucha, y planteó la retirada discreta como mejor la opción. Al bajar y dirigirse a recepción de nuevo, le temblaba la estructura, dejó tímidamente la llave en el mostrador, y se escurrieron sigilosamente hacia la entrada. Una vez en la calle, ya más serenado, se autocriticaba, y se tildaba de necio, por haber desperdiciado esa magnifica posibilidad. Tiempo después yo le trataba de consolar diciéndole que su situación era confusa y estresante y que en esas condiciones lo mejor era hacer lo que él había hecho, irse. Conviene siempre saber el terreno que se pisa, máxime si se va de aventura.
El Ayudante del Farero
Por favor, la habitación del juez. El recepcionista ni pestañeo, extendió el brazo y recogió una llave que depositó justo delante de Carlitos, sin hablar, ni levantar la cabeza de la pantalla de ordenador, en la que concentraba su mirada absorto. Cogió la llave y miró el número, 214, comprendió rápidamente, segundo piso habitación número 14. Subieron al ascensor, iban solos. Llegaron a la planta segunda y no tuvieron que recorrer mucho pasillo, podíamos decir que nada, apenas cinco metros, abrió la puerta él con sigilo y con miedo de que dentro hubiese alguien. Ante sus ojos se abría un recibidor con una mesa en el centro redonda tipo velador con una bandeja de canapés ahumados, y una champanera con una botella de vino blanco con abundante hielo alrededor, a un lado un sofá de dos plazas tapizado en rojo y una silla, tapizado el asiento en idéntico tejido y color, al otro lado la entrada a la alcoba, y al frente una ventana o balcón que presumiblemente daba a Ortega y Gasset. Sus recuerdos empiezan a partir de ese momento a enturbiarse, pues el miedo se torna en terror, le agobian las preguntas que él mismo se hace, y descubre que en esas condiciones es difícil encarrilar una relación sentimental, para colmo la morenita, que si no me gusta el salmón, que si, que es esto, en fin mal asunto. Abrió la botella y se sirvieron dos copas, probó dos canapés que le supieron exquisitos, de salmón y trucha, y planteó la retirada discreta como mejor la opción. Al bajar y dirigirse a recepción de nuevo, le temblaba la estructura, dejó tímidamente la llave en el mostrador, y se escurrieron sigilosamente hacia la entrada. Una vez en la calle, ya más serenado, se autocriticaba, y se tildaba de necio, por haber desperdiciado esa magnifica posibilidad. Tiempo después yo le trataba de consolar diciéndole que su situación era confusa y estresante y que en esas condiciones lo mejor era hacer lo que él había hecho, irse. Conviene siempre saber el terreno que se pisa, máxime si se va de aventura.
El Ayudante del Farero